(o de cómo mirar "Almorzando con Mirtha Legrand" conduce a reflexiones literarias)
No miro televisión desde hace varios años.
No es que lo diga con orgullo. De hecho, creo que la televisión puede ser una fuente interesante de inspiración para la escritura. Elijo no dedicar tiempo a eso porque —como señalé en el texto anterior— la vida se queda corta para muchas de las cosas que nos gustaría hacer. Entonces, con el paso de los años, creo que uno se va volviendo más práctico y decide priorizar ciertas actividades más afines a su estilo de vida y renunciar a las que no lo son tanto.
En algún momento, sin embargo, solía tener la televisión de fondo mientras me ocupaba de otras cuestiones. Y así fue como escuché una entrevista que Mirtha Legrand le hacía en su programa al recordado Fernando Peña.
Aquello que siempre recuerdo de esa entrevista fue un comentario de Peña acerca de la gente “Y” y la gente “O”.
En resumen, la gente “O” es aquella que elige una cosa y descarta de plano otra. Es blanco o es negro: si es gris, no es. Por su parte, la gente “Y” es la que quiere una cosa, y otra, y otra… o, frente a una situación dada, se siente de una manera y actúa en abierta contradicción con respecto a esos sentimientos.
A partir de una misma circunstancia, podríamos decir que se abren dos grandes caminos según sea vivida por un tipo “Y” o uno “O”. Por ejemplo, supongamos que un personaje de nuestra historia siente que su relación de pareja le resulta insatisfactoria por algún motivo.
Un tipo “Y” podría decir: “No estoy seguro/a de que sea lo mejor para mí, Y sin embargo me quiero quedar ahí”.
Por el contrario, para un personaje “O”, dotado de mayor sentido práctico, la cuestión sería: “Si no me hace sentir bien, me hace sentir mal. Me voy O voy a ser un frustrado infeliz amargado, que posiblemente va a hacer infeliz a otros, durante toda mi vida”.
Por supuesto, es raro que ambas tipologías se encuentren en estado puro y creo que uno de los trucos para escribir un personaje verosímil es detectar si la mayoría de sus acciones tienden hacia uno u otro tipo de comportamiento e intentar que exista una coherencia en las situaciones más cruciales en las que ellos intervengan y deban tomar alguna decisión para hacer avanzar la historia.
Quizá son más complejos y, en consecuencia, más ricos, los personajes “Y” porque —justamente como creen en los grises— pueden darse el lujo de ser “O” en determinadas cuestiones. Entonces podría abrirse otro subnivel de discusión, que sería en qué puntos una persona mayoritariamente “Y” elige ser tal, y en qué temas prefiere optar por una cosa o por otra.
Analicemos ahora la siguiente situación: la meta de nuestro personaje es ser astronauta pero quiere encontrar una ocupación secundaria que le permita estar de algún modo en contacto con la naturaleza y a la vez mantener un estilo de vida urbano (pasan cosas mucho más extrañas en este universo).
Si nuestro personaje es “Y” hasta las últimas consecuencias y lograr esa humilde combinación de metas implica, para comenzar, abandonar su lugar de residencia, trabajo, familia, etc., es probable que dé ese gran paso que impulsará la historia. Yendo más allá, si la proposición Y fuera: “Quiero ser astronauta Y quiero seguir tomándome un fernet con mis amigos todos los días” la cosa, por supuesto, se torna más complicada.
Volviendo a la situación de ejemplo, a lo largo de las 200 páginas de nuestra historia el personaje logra ser aceptado en la NASA y se convierte en diseñador de trajes para caballos en sus ratos libres, porque para él NO había otra posibilidad. Y entonces, nuestro personaje no solo es “Y” sino también “O”, ya que su actitud dice a las claras que su vida será lo que él quiere que sea (con una pequeña ayuda de nuestra parte) O, si no, no será nada.
Puede decirse que incorporar la “O” a las premisas que impulsan las acciones de un personaje “Y” es una condición necesaria para que tales premisas sean un manifiesto, algo por lo que para ellos valga la pena actuar y para que, además, ante la mirada ajena su accionar resulte sensato o al menos comprensible.
Así, el agregado de la “O” y sus términos asociados funcionan como la (famosa para cualquiera que haya estudiado algo de comunicación o sociología) cláusula del etcétera de Garfinkel, de la que hago una aplicación muy libre en esta entrada. A grandes rasgos, esa cláusula se refiere a aquello que los actores de una práctica en el marco de un contexto social dado no necesitan verbalizar porque forma parte de un saber no siempre formalizable en un discurso pero sí -supuestamente- conocido por todos los participantes en un intercambio discursivo, aunque sea de manera intuitiva. Y esa cláusula es lo que valida y justifica a esas prácticas que la contienen en forma implícita, no solo aquellas que llevan a cabo los personajes —que a veces el autor revela de manera explícita y otras, deja entrever— sino aquellas que se establecen entre lector y texto como parte fundamental del contrato de lectura.
Pero el lector, en cierta forma, se encuentra en una situación de desventaja porque debe re-crear aquello que el autor ni siquiera está obligado a contar con lujo de detalles pero que se manifiesta a través de las acciones del personaje y debe ser reconstruido en base a ellas. A veces, como autores, damos por descontado que ciertas motivaciones de nuestros personajes, que hacen comprensible el porqué de sus acciones, deberían ser obvias para el lector.
Y no; no siempre es así. Al igual que en la corrección, donde es muy difícil encontrar los errores en los textos propios porque por definición jamás podremos alcanzar el grado de distancia necesario para desarrollar esa labor de manera fluida, en ocasiones quienes escribimos no advertimos que le estamos pidiendo al lector que cree ese contexto, indispensable para la comprensión de aquello que queremos transmitir, sin haberle proporcionado los elementos básicos para lograrlo.
Puede ocurrir que el autor sí proporcione indicios para elaborar ese contexto, pero que esas huellas en el texto solo puedan ser entendidas en retrospectiva. Ese es un arte que muchos autores aplican pero pocos, muy pocos, dominan; y es el que hace que ciertas obras sean memorables. En estos casos, creo que es muy recomendable contar con un lector cero que nos permita evaluar con su experiencia de lectura si este objetivo se cumple y si esos indicios que al autor le resultan evidentes tienen dentro del texto la fuerza suficiente para ser recordados, aunque solo puedan ser unidos para conformar un sentido orgánico en un momento determinado del texto; por lo común, hacia el final.
A veces pecamos de lo opuesto y le damos al lector demasiada información, incluso de cosas que no necesita (ni muchas veces quiere) saber.
La clave está en alcanzar ese equilibrio siempre esquivo en la dosificación de datos.
Como creadores de una historia, es un ejercicio interesante evaluar cuáles de nuestros personajes son “O” y cuáles “Y”. E intentar poner por escrito cuáles son las premisas ocultas que acompañan, como una cláusula del etcétera, a aquellas que destacamos en la superficie del texto. El lector al que nos dirigimos, ¿comparte esa información contextual?
Quizá necesitamos delinearla para darles cierta lógica a los movimientos de los personajes que, como fichas, se deslizan por el tablero de nuestra historia.
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